No es posible patentar el estilo de intervenciones estadounidenses pese a la similitud de los objetivos. En todos ellos subyace la exportación de útiles o valores democráticos, lo mismo durante la guerra fría que en la era post 11 de septiembre.
La única certeza para maximizar el grado de certidumbre durante una eventual intervención consiste en articular una ruta crítica cuyo último nodo responda a la siguiente pregunta: ¿Qué pasará el día después de nuestro regreso?
El Pentágono y la CIA colocaron sobre la mesa del presidente Kennedy el escenario de un levantamiento popular en Cuba en contra de Fidel Castro; 1,400 milicianos entrenados en Nicaragua y Guatemala, durante la administración de Eisenhower, se encargarían de encender la mecha. Los sistemas de inteligencia fallaron, Fidel Castro conoció los planes dejando como único vacío de información el lugar donde tendría lugar la invasión.
Ni el Pentágono ni la CIA se imaginaron que el sistema comunista de la isla quedaría petrificado avanzadas las dos primeras décadas del siglo XXI.
Ha sido el secretario general de la OTAN Jens Stoltenberg el que mejor ha filtrado la estrategia de Estados Unidos en Afganistán a través del pragmatismo: “Nuestra misión era proteger a Estados Unidos no a Afganistán”. Bajo esta premisa, Stoltenberg podría decir: misión cumplida, o si se prefiere, no es lo mismo los tres mosqueteros que 20 años después.
Donald Trump ya había demostrado que el tipo de gobierno “democrático” en Afganistán se acercaba más a un escenario de simulación que a uno que tuviera auténticos vínculos de arraigo con los valores democráticos como lo pensó o soñó en su momento George W. Bush.
Trump estuvo a nada de invitar a miembros del grupo talibán a la Casa Blanca para firmar el acuerdo que finalmente fue suscrito en Doha.
Mike Pompeo y el mulá Abdul Ghani Baradar, cofundador del grupo talibán, no solo firmaron un plan de ruta de retirada del ejército estadounidense de Afganistán, para el grupo radical significó el momento idóneo para asaltar el poder en Kabul. Envalentonado, el grupo talibán le arrebató el control del país al gobierno de Ashraf Ghani, quien fue disminuido como si de una entelequia se tratara. Así lo supo el mundo el 15 de agosto cuando huyó del país con más de 100 millones de dólares.
Douglas London, exjefe de antiterrorismo de la CIA para el sur de Asia, comentó que la inteligencia de Estados Unidos sí sabía que el grupo talibán derrotaría a las fuerzas afganas y que era muy probable que el gobierno de Ashraf Ghani caería en pocos días. Su opinión difiere a la de Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos. “No había nada que yo ni nadie observara un posible colapso de este ejército (el afgano) y de este gobierno en tan solo 11 días” (The Washington Post, 17 de agosto).
¿Lo que declara Milley es lo que pensó el presidente de Estados Unidos? Cualquier tipo de conjetura sustentada en las aportaciones de las agencias de inteligencia apuntaría al escenario que describe Douglas London, es decir, el presidente Biden sí sabía que el costo de abandonar Afganistán sería dañino para su imagen.
Pew Research revela en un estudio que el 54% de los estadounidenses encuestados indica que la decisión de abandonar Afganistán fue buena (31 de agosto), pero no la forma: el 42% cree que el presidente Biden operó mal la salida.
Si las cifras son acotadas por ideología partidista, el 70% de los encuestados afines al partido demócrata cree que la decisión fue buena.
Al activar las luces largas para viajar al pasado, el 69% de los encuestados por Pew Research asegura que los objetivos planteados al inicio de la intervención militar en Afganistán no fueron logrados.
Lecciones
La decisión de abandonar Afganistán después de dos décadas y la involución política representada por el grupo talibán al frente del país, revelan la imposibilidad de Estados Unidos y de sus aliados de impedir que este grupo radical pierda influencia en el país, mitigar el tráfico de drogas y, finalmente, lo que prometió el presidente George W. Bush hace 20 años, implantar un sistema democrático.
Es indudable que el tema de la mujer había sido una de las externalidades positivas de la invasión militar, pero lo que se ha visto en las últimas semanas, representa una tragedia de proporciones desmedidas. Las adolescentes menores de 20 años son las que sienten que el mundo les está cambiando; hoy, un mundo apocalíptico.
De igual manera, las palabras del secretario general de la OTAN son tan frías como indolentes: su compromiso era con Estados Unidos, no con Afganistán. La sensación de abandono es brutal.
El atentado maquinado por el Estado Islámico en el aeropuerto de Kabul el mes pasado fue algo más que una provocación hacia Estados Unidos y sus aliados. Es un símbolo del reacomodo que vendrá entre terroristas en la región. El grupo talibán podrá estar distante de los terroristas del Estado Islámico, pero nunca ha dejado de tener vínculos con Al Qaeda.
El presidente Biden calificó su decisión de abandonar Afganistán como “sabia”. Sin embargo, las potencias competidoras ven la acción como una derrota. Estados Unidos pierde gramaje de liderazgo.
Jérémie Gallon, diplomático y asesor geopolítico francés, traduce la decisión de Biden con la forma de pensar de Kissinger en una entrevista para el diario La Vanguardia el pasado 5 de septiembre: “Kissinger pensaría que Afganistán no forma parte hoy de los intereses estratégicos de Estados Unidos. Ahora el interés está en China”.
Gallon matiza: “Sin embargo, respecto al método, para Kissinger, había algo muy importante, la credibilidad”.
Biden pierde gramaje geopolítico y sus aliados han tomado nota. Desde Bruselas, Josep Borrell insiste en la creación de un ejército europeo con rápidos reflejos. La ola migratoria de afganos ya la resienten Turquía y Grecia. Al mismo tiempo, la migración hormiga de terroristas será otra de las consecuencias.
China e Irán se relajan porque las casillas ocupadas en Afganistán por los estadounidenses han quedado vacías.
La cronificación de guerras o intervenciones militares suelen perder su razón de ser a mitad de camino. Fue el presidente Obama el que identificó la ubicación de Osama Bin Laden, objetivo central de la operación en Afganistán. El final del capítulo fue hollywoodense; decenas de documentales y alguna película retrataron lo que narrativamente pertenece al happy end tradicional para la industria del entretenimiento. Pero el verdadero final de la ocupación, tomó otro rumbo.
¿Trump hubiera firmado los acuerdos de Doha con el grupo talibán, si Osama Bin Laden viviera?
Fue profesor investigador en el departamento de Estudios Internacionales del ITAM, publicó el libro Referéndum Twitter y fue editor y colaborador en diversos periódicos como 24 Horas, El Universal, Milenio. Ha publicado en revistas como Foreign Affairs, Le Monde Diplomatique, Life&Style, Chilango y Revuelta. Actualmente es editor y columnista en El Economista.
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