Colaboración publicada originalmente en El Economista
En la vorágine de eventos noticiosos, tanto nacionales como internacionales, un asunto de la mayor relevancia pasó inadvertidamente a segundo plano. Me refiero al referendum constitucional de septiembre, celebrado en Italia, para reducir el número de diputados de su Congreso nacional pasando de 630 a 400 y el de senadores de 315 a 200. Mientras por el “sí” votaron prácticamente 18 millones de italianos (lo que equivale al 70% de quienes emitieron su voto), unos 7 millones y medio votaron por el “no”. Este último dato sorprende.
No es fácil imaginar que el 15% de los habitantes de ese país decidieran dar la espalda al adelgazamiento del que sigue siendo el segundo parlamento más numeroso de Europa. Menos aún que se negaran a comprar el argumento antisistémico por excelencia, en este caso asociado a un alegado ahorro de 1 billón de euros en una década, especialmente en el contexto actual de penurias económicas y pandemia. Aún más sorprendentes se antojan los resultados del “no” al echar un vistazo a otros debates semejantes en el resto de Europa y al considerar que se ofreció como una solución a la inestabilidad política que, desde la segunda mitad del siglo pasado, arrastra su sistema político. Los conservadores en el Reino Unido llevan ya una década militando a favor de reducir en al menos 50 los miembros de los comunes en Westminster y el presidente Macron el año pasado presentó ya un proyecto de ley para reducir tanto los integrantes de la Asamblea Nacional como del Senado por un tercio, más por razones de eficiencia que por motivaciones presupuestales.
Revisando los argumentos de la campaña del “no” sobresale uno: la reducción en el número de legisladores tendrá un impacto negativo sobre la calidad y eventualmente la viabilidad de la representación política. Los legisladores deberán ser electos por distritos electorales geográficamente más amplios y tendrán mayores dificultades para establecer y mantener una relación directa con los electores. Esto también implicará que regiones más pequeñas del país al igual que ciertas minorías podrían estar subrepresentadas, que los partidos tendrán más poder que nunca para la selección de candidatos y que podrá distraerse por un tiempo la atención de reformas verdaderamente apremiantes del modelo constitucional que son profundamente disfuncionales como, por ejemplo, que ambas Cámaras tienen funciones idénticas. Pero una de las más serias consecuencias, es que será cada vez más difícil que un nuevo partido político consiga el umbral de votos necesario para ganar escaños.
De acuerdo con el análisis de los politólogos neerlandeses Kristof Jacobs y Simon Otjes, son raros los casos de Congresos y Parlamentos que aprueban su amputación. Desde 1945 a 2013 documentan solo trece ejemplos. En casi todos ellos, de acuerdo con los autores, el impulso fundamental tiene que ver con una respuesta de corte populista a una situación económica apremiante y no tanto con la corrección de un desequilibrio entre número de legisladores y población. No obstante, conviene tomar en cuenta que Italia parece haber anticipado ciertas tendencias para las democracias occidentales, desde el ascenso del fenómeno Berlusconi hasta los éxitos electorales de los movimientos antisistémicos por lo que otros Parlamentos y Congresos del mundo podrían poner “sus barbas a remojar”. De momento, el asunto ya está en la agenda del Bundestag alemán y de los Congresos colombiano y chileno. Repasar los argumentos de ambas partes, con una mirada equilibrada y sin prejuicios, resulta más pertinente que nunca.El riesgo de encoger la democracia es real. Aunque algo hay que aceptar. Al menos en el caso italiano, la pregunta sometida a escrutinio popular, contenida en una ley previamente aprobada por el Parlamento, era clara, comprensible y constitucionalmente irreprochable.
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