Colaboración publicada originalmente en El Economista.
El 8 de marzo conmemoramos el Día internacional de la Mujer, y el 11 de marzo se cumple un año desde que la Organización Mundial de la Salud declaró oficialmente la pandemia de COVID-19. Me parece provechosa una reflexión convergente. Después de todo, la pandemia ha exacerbado dos importantes crisis que afectan el bienestar de las mujeres (y de los hombres) en el mundo: la crisis del Estado en un mundo globalizado (el divorcio entre poder y política, al cual se refirió Bauman) y las contradicciones propias del sistema capitalista (exclusión y desigualdad como condiciones que, simultáneamente, posibilitan y corroen el carácter ilimitado de la acumulación del capital- el crecimiento económico).
Un estudio difundido en agosto probó que los países dirigidos por mujeres fueron sistemática y significativamente más eficaces en la contención del COVID-19. Por otra parte, ya en octubre, diversos estudios confirmaron que es mucho más frecuente la muerte entre hombres que entre mujeres por esta enfermedad (se trata de una combinación entre aspectos biológicos y sociales). Si eres hombre, más que nunca te conviene que las decisiones las tome una mujer.
Pero en esta pandemia, cuando las mujeres no están al mando están siendo asesinadas, violentadas, desprovistas de su ingreso y sometidas a cargas excesivas de trabajo no remunerado. El confinamiento es una trampa mortal para millones de mujeres y niñas en el mundo. Por si fuera poco, las mujeres se han quedado sin ingresos en proporciones no vistas desde la crisis económica de 2008 (en América Latina y el Caribe, el desempleo femenino alcanzó el 22% durante el año 2020), y su vulnerabilidad aumenta con el deterioro de su salud mental causado por el incremento desproporcionado de las responsabilidades de cuidado y trabajo no remunerado en el hogar.
La pandemia no ha sido para nada disruptiva. Antes bien ha catalizado las más importantes tendencias mundiales. El Estado, cuya relevancia se venía cuestionando ante problemáticas globales, se encuentra en entredicho más que nunca por la incapacidad de detener el brote pandémico. El Capitalismo, fuertemente cuestionado por evidentes problemas sociales y medioambientales, se colapsa con las medidas sanitarias y se contrapone a la solidaridad global necesaria para producir y distribuir vacunas y tratamientos. En respuesta, ambos paradigmas contraatacan. Uno mediante el recrudecimiento y la reafirmación del uso de la fuerza (y la violencia) en todos los niveles- desde las fronteras y los nacionalismos hasta las relaciones de poder en el ámbito doméstico; mientras el otro muestra la batalla de los mercados por mantener el poder y la acumulación del capital, sometiendo a quienes ejercen las tareas de menor valor productivo, como las domésticas y de cuidado, a una mayor dependencia y exclusión. Ambas significan un acelerado deterioro en la vida de las mujeres y las niñas, quienes invariablemente ocupan un lugar de subordinación.
La pandemia demostró que ninguna persona estará segura hasta que todas estén seguras. Este lema, originalmente referido a la solidaridad global para la vacunación, es oportuno también en el marco de las luchas feministas. En ambos casos, se busca el acceso equitativo y universal a medios que garanticen los derechos humanos, como es la salud o una vida libre de violencia. La construcción resiliente de un mundo post-pandemia requiere que cuestionemos y pensemos diferente acerca de las actuales relaciones de poder en todos los ámbitos sociales e internacionales. No hacerlo seguirá costando millones de vidas, ya sea a causa de un patógeno o de las múltiples violencias patriarcales.
Internacionalista y diplomática. Cursó la licenciatura en Relaciones Internacionales y tiene una maestría en Gestión de la Comunicación Internacional. Desde hace 15 años, se desempeña como servidora pública en el Servicio Exterior Mexicano.
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