Colaboración publicada originalmente en El Economista.
Este 2022, el Papa Francisco cumplirá 86 años. Para nadie es un secreto: el tiempo de elegir un obispo de Roma se acerca. En los próximos meses y años, se hablará cada vez más del sucesor y no es para menos: la Iglesia Católica se mantiene como un referente que incide en el orden social de varios países y regiones. En pocas palabras: aún importa cuando se elige un nuevo Papa.
Las culturas políticas de México y la Santa Sede comparten la tradición de advertir sobre los movimientos anticipados en la sucesión: “el que se mueve no sale en la foto”, “entrar Papa [al cónclave] y salir cardenal”. Pero también es un hecho que especular sobre “papables” y “presidenciables” es igual de importante. Si bien no es momento de barajar nombres, porque el que se mueve… sale cardenal, sí sería prudente comenzar a describir los mecanismos y circunstancias que envolverán la sucesión de Francisco.
El primero es el órgano elector y las “leyes electorales” del Vaticano. Se requiere una supermayoría de dos terceras partes de los cardenales con derecho a voto para elegir a un nuevo Papa. En teoría, esto fomenta la construcción de grandes acuerdos alrededor de un candidato “aceptable” que mantenga la unidad de la Iglesia en la pluralidad de sus corrientes.
Sin embargo, el Colegio Cardenalicio se compone de miembros nombrados directamente por el Papa en turno, quien puede nombrar tantos como desee. Esto le da una ventaja en el proceso sucesorio, pues puede manipular al electorado en favor de sus propias preferencias. Así, en ocho años, Francisco ha nombrado casi 60% de los cardenales con derecho a votar. Por ello, creo que podremos esperar una elección rápida y tersa, como ha ocurrido desde 2005 con la elección de Benedicto XVI.
Un segundo punto tiene que ver con la edad. Un papa joven es más poderoso que uno de edad avanzada, dado que tiene más tiempo para echar a andar sus acciones (Juan Pablo II es un gran ejemplo). A menos que los cardenales decidan que se necesita un Papa especialmente fuerte, con un gran margen de acción temporal, lo más probable es que el sucesor sea un cardenal que supere los 70 años. Otra decisión que deben tomar es si abren el papado a sociedades con una tradición católica reciente o minoritaria, como África, Asia u Oceanía. Francisco ha dado mayor peso a los cardenales del mundo en desarrollo, lo que podría favorecer la llegada de otro Papa no europeo.
Tercero, hay que considerar la fuerza de ciertas iglesias nacionales representadas en el cónclave, ya que pueden actuar como puntos de veto. Italia y Estados Unidos llaman la atención: son los dos países con mayor número de cardenales electores, además de ser dos iglesias con recursos considerables. Del mismo modo, y como nunca, América Latina (22 cardenales), África y Asia (ambas con 15 cardenales) están en posibilidad de avanzar las agendas materiales y espirituales de sus regiones, que deben tomarse en cuenta para delinear la diplomacia vaticana y el gobierno interior (está, como ejemplo, el último sínodo sobre la Amazonía).
Finalmente, la sucesión marcará desde, mi punto de vista, la consolidación del papado del siglo XXI: un Pontífice con menos control sobre la jerarquía eclesiástica; más proclive a gobernar de manera colegiada (mediante las asambleas de obispos) y necesitado de rectificar los viejos equilibrios de poder con respecto de las mujeres, los laicos y las iglesias nacionales. No obstante, dichos cambios se atisban ciertamente lentos.
Mauricio Rodríguez Lara
Internacionalista por El Colegio de México, candidato a maestro en Ciencia Política por el CIDE, consultor en comunicación política y asuntos internacionales.
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