Hoy, primero de julio, entra en vigor el Tratado México Estados Unidos Canada (TMEC), que sustituirá el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) como el marco normativo para las relaciones comerciales entre los tres países de la región. Mucho se ha discutido en torno a algunos de los temas más controversiales del nuevo instrumento – reglas de origen para el sector automotriz, nuevos mecanismos para la resolución de disputas o disposiciones para la protección de la propiedad intelectual. Sin embargo, el tránsito del TLCAN al TMEC permite también reflexionar acerca del estado actual de las relaciones trilaterales y del futuro de lo que Robert Pastor llamó la idea de América del Norte.
Porque si bien el TLCAN como documento fue siempre un contrato de negocios, lo cierto es que había en él un espíritu político subyacente, que lo concebía como la piedra angular de un proyecto de integración más ambicioso. Desde luego no a la manera de la Unión Europea, pero sí uno que permitiera no sólo la agilización del intercambio de bienes y servicios sino también una creciente cooperación y armonización de políticas públicas en un amplio abanico de temas, incluyendo la seguridad.
Una década después de la entrada en vigor del TLCAN, dicho espíritu parecía comenzar a rendir frutos con el establecimiento de la Cumbre de Líderes de América del Norte como mecanismo cuasi-institucional para construir una agenda trilateral. Aunado a ella, se constituyó el Consejo Norteamericano para la Competitividad (NACC, por sus siglas en inglés) compuesto por representantes del sector privado de los tres países. Después de un par de años de nutrida actividad y de un seguimiento puntual de las propuestas trazadas, el ímpetu comenzó a perderse. Para 2009 la agenda trilateral iba en franca erosión y la Cumbre de Líderes transmutó en un encuentro irregular y de carácter más anecdótico que de impulso a la idea norteamericana.
El ascenso de Donald Trump en 2016, en cuyo discurso destacó siempre una animadversión no sólo hacia el TLCAN como documento sino también a México como socio comercial, representó entonces el fracaso definitivo del tratado en servir como punto de partida hacia una integración más estrecha. Contrario a lo que escribió alguna vez Montesquieu, en el sentido de que “el comercio es la cura para los prejuicios más destructivos”, el TLCAN fue incapaz de traducir el incremento en los flujos comerciales en un mejor conocimiento e interés entre los países de la región – y específicamente entre Estados Unidos y México.
El TMEC, resultado de las ríspidas negociaciones entre 2017 y 2019, mantendrá en términos generales los flujos crecientes de comercio entre los tres países. Incluso considerando las más restrictivas reglas de origen para el sector automotriz, el complicado escenario internacional para el comercio multilateral marcado por la rivalidad entre Estados Unidos y China podría alinear mejor los incentivos para incrementar el contenido regional norteamericano. Sin embargo, y en contraste con el TLCAN, el TMEC ya no pretende ir más allá de un contrato entre socios. Nada queda de aquel discurso del presidente George H.W. Bush en el que hablaba de estadounidenses y mexicanos como “una familia”.
Las consecuencias de ello son todavía inciertas. Por un lado, el proyecto de inserción internacional al que México apostó durante un cuarto de siglo ha quedado reducido a su expresión más básica. Por otro, este hecho ocurre en medio de un escenario internacional en pleno tránsito hacia una nueva distribución del poder y un nuevo conjunto de reglas para las relaciones interestatales. Desde luego, Estados Unidos seguirá siendo, por mucho, la relación bilateral más importante para nuestro país. Pero hoy sabemos que los intereses económicos compartidos por sí solos son insuficientes para cimentar un proyecto político. Independientemente del TMEC, México debe descifrar si quiere seguir apostando a la idea norteamericana o, por el contrario, formular una nueva estrategia. Sea cual sea la respuesta, la coyuntura demanda audacia.
Se ha desempeñado como analista e investigador sobre asuntos internacionales en el Senado de la República. Actualmente es profesor de asignatura de la Universidad Veracruzana, y consultor independiente en temas de riesgo político y comercio internacional, así como colaborador en medios de comunicación audiovisuales e impresos en calidad de analista político e internacional.
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